Hace
días que tengo un dolor en el fondo de mi cabeza, del lado derecho. Tal vez
hace meses, no lo recuerdo bien. Es la primera vez que decido dejar registro.
Hoy es diecisiete de agosto de dos mil dieciséis.
El
dolor viene, molesta un poco, y luego se va. Esa modalidad intermitente hizo
que no le diera mucha importancia, como a casi ninguna de mis dolencias
físicas. Si se puede soportar, entonces no es nada. Es una sensación de heroísmo que disimula en realidad un miedo a afrontar las cosas.
Sin
embargo la repetición de los eventos es una evidencia, a esta altura,
innegable.
Algo
pasa.
De un
tiempo a esta parte la frecuencia de los dolores comenzó a aumentar. En la
última semana, no hubo un día en que no me asaltase una súbita compresión
nerviosa.
A esto
debo agregar que las últimas veces el dolor fue extremo, demoledor, al punto de
que tuve que dejar todo lo que estaba haciendo y tomarme el rostro.
Involuntariamente, el primer reflejo es llevar mis manos a la zona del dolor y
ver si el contacto exterior puede aliviar un poco el sufrimiento.
Lo que
parece funcionar es fruncir mi mejilla derecha, retorcerla con la mano como una
abuela desquiciada, y con la otra mano me pellizcar el cuello, justo detrás de
la oreja. Dolores menores pero más superficiales actúan como un catalizador de
la percepción inmediata, distrayendo la atención.
El
malestar trepa desde el cuello hasta la parte media de la cabeza, como un shock
eléctrico, que en vez de quemar congela. Lo más perturbador es que parece
crepitar por dentro de mi cráneo, hacia lugares en donde no puedo rascarme o
pellizcarme para aliviar o distraer el padecimiento.
No sé
que será. No quiero saberlo, pero tengo la terrible sensación de que es algo
malo, algo que puede dañarme irremediablemente. Algo que tengo que enfrentar.
Tengo
que saber que es.
Aunque tal vez esté exagerando, y solo sean ideas, o paranoias. Si puedo evitarlo, como suelo hacer, mejor. ¿Quién puede
querer oír malas noticias? Por más que estén ahí, a veces optamos por voltear
el rostro.
Si
puede resistirse, no pasa nada, me digo otra vez.
Y sin
embargo esta ocasión no parece bastar. La desgracia es parte indivisible de la
vida. El dolor parece rodearnos, expectante. Todo y Todos a quienes amamos va a
desaparecer tarde o temprano. Un infierno cruel y despiadado no sería muy distinto a esta realidad.
Un
nuevo arrebato de dolor me recorre la mandíbula, el pómulo derecho, trepa hasta
mi ojo, que parpadea errante, jadeando de agonía. Un estallido cegador me deja atontado, apretando los dientes, deseando la absolución.
¿Será
posible que esto sea morir?
No veo
a mi madre. Tampoco retazos de mi vida. No veo un túnel. Solo me desvanezco. Y
un topo rabioso cava túneles arrasando el interior de mi cabeza.
Me
aprieto el rostro con desesperación, sin poder llegar el lugar del daño, como si una barrera infranqueable nos separase. La impotencia ante el dolor es
enloquecedora. La presión de mis manos contra mi piel es tal que se enrojecen las marcas en donde las garras se aferran.
No grito, sino que ahogo un murmullo, apretando los dientes.
Tengo
miedo de hacerme atender. El médico y su sabiduría oculta. Nunca parece
interesado en curarme. No quiere decirme que es lo que hace. Sus truculentos artefactos, su
debilidad por pincharme, apretarme, mesurarme, y guardarse todos los secretos
de su ciencia para él y sus colegas, como si pertenecieran a un culto exclusivo.
No
quiero sufrir. No quiero someterme a penosos tratamientos. No quiero pasar mis
últimos momentos de vida en una sucesión de agonías entre máquinas de tortura.
Tal
vez sea por esto que evito tratarme. Yo y mi viejo habito de negar los
problemas hasta que es irresistible, hasta que ya no se puede seguir.
Otra
vez el dolor. El temblor en la nuca, el estremecimiento de la oreja derecha, un
retumbar en el abismo de mi cabeza, el escozor en el lugar en donde el alivio
es inaccesible.
Me
pregunto si será posible ignorar esto mucho tiempo más. Es posible que sí. Todo
se puede meter bajo la alfombra. Me puedo adormecer con pastillas. Con otros dolores.
Otros estímulos. Entretenimiento. Deportes. Falsas amistades.
Me
pregunto hace cuanto que está este dolor perturbándome. Hace cuanto que surgió,
que empezó a hacer mella en mi cabeza, en mi vida. Hace cuanto que ha estado condicionando mi accionar.
¿Cuánto
tiempo habré estado ignorándolo? ¿Quitándolo de mi radar hasta que fue ya
imposible de ocultar? ¿Qué locura me lleva a querer evitar estos problemas, al
punto de que crecieron tanto que ya no hay lugar para convivir sin ellos?
El
maldito gusano se arrastra dentro de mi cráneo. Lo siento concentrarse en una
de mis muelas, probablemente la de abajo.
Tal
vez solo sea un dolor de muela. Es posible. Es posible que todo sea una pavada, algo simple. Aunque esa idea tampoco es muy alentadora. No soy muy fanático de las visitas al dentista.
No
tuve una vida dental muy complicada. Dos extracciones de muela de juicio y un
tratamiento de conducto. Fue molesto, muy molesto, pero sé que hay historias
mucho peores.
La
sola idea de volver al dentista para una extracción me da escalofríos. Tal vez
pueda posponer la visita. La duda no molesta. El dolor se fue. Por ahora. Lo
encuentro soportable, y eso me basta.
¿Quién
sabe? Tal vez el dolor se vaya. Tal vez todo esto sea un amague. Una cuestión pasajera.
Muchas veces la mejor manera de solucionar algo es dejarlo solo. Dejar que el
cuerpo se encargue. Él sabe más. Podría esperar seis meses más y ver que pasa.
Nadie
puede culparme por no querer ir al dentista. Es un lugar horrible. Lleno de
malos recuerdos, de gritos, de dolor, de esperas, de nervios. El olor de hueso
quemado que salía del torno, la saliva acumulándose en la boca, mas manos
enguantadas en latex metiéndose en la boca, tocando, apretando. La imagen de la luz acercándose y el acotado rango de visión centrándose en un gancho que se agiganta y se engarza en los dientes, haciendo ese ruido sordo, enloquecedor.
Y sin
embargo, agradezco al cielo que tal ciencia se haya desarrollado. No imagino
una deformación dental no tratada o una infección de nervio en épocas medievales.
A veces intenté imaginarme una operación dental en aquellas épocas, y me
desmayé de la impresión dentro de mi propio relato.
No
quiero ir al dentista, pero mi destino me pone esa puerta en frente. Es esto o
el abismo. El abismo de la duda, del mal que crece dentro de mi cuerpo, sin
freno.
Tendré
que ir. Tengo el teléfono por algún lado. Creo que lo guardé en mi billetera,
no sé bien por qué. Tal vez suponía que lo necesitaría pronto, que tendría que
tenerlo a mano.
Tal
vez mi miedo no sea el dentista y sus extracciones, los ruidos y la sangre acumulándose
en mi boca, sino la idea de que me diga que el problema no es de la muela.
El fondo de mi cabeza vuelve a vibrar. El dolor se abre paso de nuevo. Lo reprimo, sin éxito. Mi boca suelta un quejido inteligible.
No
tengo opción. Tengo que ir. Valor, me digo. Hay que enfrentarlo. Si tengo que
morir, que sea como un hombre.
Si
tengo algo fatal apoderándose de mi cabeza, mejor saberlo. No sé bien para qué,
pero se me ocurre que sería mejor tenerlo en mente.
Precisamente.
Precisamente.
Me
decido a pedir el turno. Solo eso. Empezar solo con eso. Es algo. Es empezar a
encarar el tema. No puedo dejar que siga
creciendo sin hacer nada.
Mi mano tiembla con el papel en la mano. A penas y puedo marcar el numero. Pero estoy marcando. Lo estoy haciendo. Estoy encarando mi propia muerte.
Mi mano tiembla con el papel en la mano. A penas y puedo marcar el numero. Pero estoy marcando. Lo estoy haciendo. Estoy encarando mi propia muerte.
Dejo
este registro por si llaga a ser necesario rastrear mis pasos, mis últimos pensamientos, mis sospechas. Por si el dolor es causado por otro malestar mucho más grave, fatal, y nunca llego a
destino.
(c) Cristian Rovere. Colección perteneciente a Cuentos Sobrios.