Primera parte
Antes del comienzo, sueño.
…entonces salí del ascensor y
entré en el hall, y todo era luminoso y moderno como uno se imagina que es
Japón o Dubai, mostraba un aspecto futurista sobre todo en los detalles de las
señalizaciones o los botones, todo matizado con muchos colores plateados y
celestes y algunos tonos de verde, también vidrios y plásticos transparentes
con detalles en gris. Había un montón de marcas, luces y señas que indicaban a
la gente por donde debía caminar si iba a cuentas a pagar, por donde si quería
ir a atención al proveedor, por donde para retirar pagos, el correo interno,
las oficinas, luces y carteles digitales por todos lados, para que la gente no
perdiese tiempo en ir de un lugar a otro deambulando por ahí.
El hall del subsuelo del centro
de atención de Telefónica S.A. estaba ubicado en el piso -15 bajo el nivel del
mar, pero a pesar de estar tantos metros bajo tierra era muy luminoso,
agradablemente luminoso, como si estuviese alumbrado con luz natural del sol.
Sin embargo sabía que el sol estaba
muy, pero muy lejos, aunque no tenía forma de saberlo me sentía en una
profundidad restringida, privado de mi libertad, lo cual me inquietaba,
generándome un nerviosismo inconsciente que me apuraba. Tenía que entregar lo
que sea que tenía que entregar, y rápido, creo que era una factura o una
documentación confidencial que tenía que presentar a una persona en una oficina
que debía estar por ahí cerca.
Las luces y el movimiento
mecánico de las personas me daba la sensación de que aquello era una máquina
que latía, pero también lo sentía falso, simulado, forzado, como una fachada de
algo más grande que se estaba cocinando tras bastidores. Seguí caminando con
paso acelerado.
No recuerdo exactamente como
llegue a la ventanilla, porque mi atención estaba tan dispersa en los detalles
del entorno que prácticamente mi cuerpo se “manejaba solo”, caminaba como si
supiera a donde tenía que ir y cuál era el camino más rápido, esquivando gente
a una velocidad inesperada, cada paso era una estocada mortal a una carrera en
contra del tiempo, pero en realidad nadie me corría, así que no sé porque tanto
apuro. Igualmente el cuerpo iba solo y yo no tenía que hacer nada así que me seguí
dedicando a mirar a mi alrededor, pero no descaradamente, sino más bien con
disimulo porque el resto de los trabajadores y personas que estaban ahí
haciendo cosas muy seriamente no tenían cara amigable y no me daba confianza
andar boludeando por ahí con cara de nene de dos años que se fascina con
cualquier pavada.
Curva, contra curva, pasillo al
fondo, segunda puerta, mostrador de vidrio, todo un laberinto recorrido con la
comodidad de alguien que pasea por el patio trasero de su casa en pijama un
domingo a la mañana, alguien que conociese aquel recinto como si lo hubiese
diseñado él mismo.
Llego a la ventanilla de
entrega de documentación y me doy cuenta de que la persona que me atiende no tiene
cara. Sí, es raro, pero como que estaba concentrado en otras cosas y mi
atención flotaba por ahí, sin límites ni fronteras, entonces todos los detalles
están dispersos y mi memoria hace aguas en algunas cosas cuando trato de
recordar, y otras las recuerda como si hubiese nacido dentro de ellas. Pero en
un momento, cuando le entrego los papeles, en el cuadro visual están mis manos,
los papeles, las manos del personal de telefónica, y esas manos están
conectadas por brazos, cubiertos por un traje gris azulado, el cual empiezo a
seguir hacia arriba, donde me encuentro con un torso donde asoma una camisa blanca
y tras de ella un cuello largo. Mi mirada sube por ese cuello largo por un
tiempo que parece interminable, y cuando llego a la cara me encuentro con una
superficie rosada completamente lisa. No tenía boca, pero igualmente se
comunicaba conmigo, me decía de una manera muy seca y mecánica que me recibía
la documentación y que ya habíamos terminado. Su frialdad me cortaba así que me
di cuenta que ya no tenía que estar ahí. No imagino porque le faltaba la cara a
ese señor, pero el tema no era relevante y no me detuve ahí. Ahora quería con
urgencia irme de ese subsuelo.
En el Gran Hall hay un montón
de ascensores, no los cuento pero hay catorce y son como torres que suben por
el costado de la pared principal hasta un techo alto donde continúan después a
través del concreto, gusanos reptando por tierra revuelta. Parecen los tubos de
un órgano gigante como esos que hay en las iglesias antiguas de Alemania o
Italia, y su vaivén es la melodía siniestra que orquesta mi desconcierto pues
mientras mi mirada sigue aquel subir y bajar que llena los compases de esta
canción me pregunto cuál de aquellos ascensores va a sacarme de acá. El
panorama de los catorce tubos cristalinos danzando en las paredes sin esfuerzo
me hipnotiza el tiempo suficiente como para darme cuenta de que había algo mal
en toda esa escena, y una pesada gota de sudor cae por el costado derecho de mi
frente, como siempre que me pasa cuando me pongo nervioso.
La gente sale desesperada pero
sin correr, todo el tiempo pasa más y más gente simulando el flujo interminable
de una cascada, y yo los miraba circular y me preguntaba lo mismo que se
preguntan todas las personas que caminan por las pasarelas de la garganta del
diablo: “¿de dónde sale tanta agua?”, y yo los miro emanar de esas capsulas
coloridas de una mecanización deliciosa de tan precisa que pienso ¿de dónde
sale tanta gente? ¿Todos trabajan acá? ¿Qué cosas hacen? ¿Qué tanto tienen que
ir y venir?
Es como si arriba, donde está
todo lo real, estuviese una fuente primordial que va formando personas y
largándolas a través de estas catorce válvulas que se abren, escupen gente con
traje y un trabajo específico, y después vuelven a subir en busca de otro
cargamento de trabajadores robóticos, embajadores de la rutina, mensajeros del
capital, portadores del germen mortal que contamina toda vida orientada a la
libre expresión de la naturaleza. De alguna manera sé que esa fuente es el sol, porque percibo su calor y siento que está
ahí arriba, de donde viene y va la gente. Y yo tengo que salir de acá rápido
porque esto está colapsando.
Los tipos y las señoritas
caminaban rápidamente, todos de impecables trajes y rostros anónimos
dedicándose únicamente a sus asuntos sin notar siquiera que otras personas
compartían el paseo por los pisos inferiores de aquella estructura de
comunicaciones y conexiones. Yo veo que hay gente que también sube, ponen un
código en la parte lateral del ascensor que emite una lucecita roja en señal de
aprobación, y así van subiendo hasta que se llena la capacidad del ascensor,
que apenas liberan la puerta se cierra automáticamente y sube velozmente hacia
arriba.
Trato de subir en algún
ascensor pero no conozco el sistema, veo que todos tienen ese código y yo no
tengo nada, porque cuando baje no me dieron nada y ahora no sé que hacer. Hay
un guarda de seguridad que está parado al lado de cada ascensor vigilando que
todos tengan su código, entonces me acerco y le consulto:
-¿Cómo puedo hacer para irme de
acá?
-Necesitas el código numérico
que te dan arriba para poder bajar. – Me responde de mala manera y sin hacer
contacto visual conmigo. Me quedo pensando un segundo, porque a mí no me dieron
ningún número al bajar.
-Mire, disculpe que le moleste
– digo – pero a mí al bajar no me dieron ningún número, y ahora realmente
necesito subir.
-Sin número no puede subir. –
me responde aún más secamente que antes, y se dedica a responderle a otra
persona que le estaba preguntando algo ignorándome completamente. Me empiezo a
poner de muy mal humor.
-¿Y ahora como hago para subir?
Porque arriba no me dieron ningún número y yo baje igual.
-Mire, – me dice casi gritando
– no sé cómo bajó, porque para bajar tiene que estar registrado y le habilitan
un código con el cual usted se maneja en el edificio, pero si no tiene número
no va a poder subir. Yo no lo puedo ayudar.
Me quedo perplejo mientras
trato de procesar la situación. Claramente no tengo ningún número porque lo
recordaría. Y no estoy seguro ni siquiera de como llegue a acá, el acceso al
edificio no lo recuerdo en absoluto, casi pareciera que fue en otra vida, no
tengo registro alguno de haber entrado a Telefónica, ni siquiera recuerdo que
empresa me mandó a realizar el trámite. En silencio miro como las otras personas
ponen su número al entrar y la luz controladora marca en rojo la aprobación.
Las personas siguen subiendo y
bajando sin parar y yo miro atontado esta rutina. Me desespero enormemente,
aprieto las manos hasta que se me ponen rojas, de la impotencia doy pequeños
saltitos en el lugar, todos suben y yo no, todos circulan y van a donde quieren
ir mientras yo me quedo ahí sin saber qué hacer, nadie me ayuda, nadie nota que
estoy acá sin poder salir, quisiera gritar fuerte, quisiera golpear al guardia
en la cara y darle patadas, de hecho estoy a punto de hacerlo, no puedo
contenerme, y aparte se lo merece, quiero asaltar a cualquier persona que tenga
posesión de algún código de salida y usarlo para escapar de ahí. Me agito,
respiro con dificultad pero finalmente evito incurrir a la violencia, aunque me
quedé sin paciencia y sin ideas.
De repente se abre un ascensor
y sale Araceli Gonzalez como salida de un ensueño y rodeada de una ligera aurea
de luz, vestida en un trajecito beige claro, inmaculada, y contrastando
notablemente con todos los oficinistas de varios matices de gris y azul oscuro.
Su presencia imita la calidez y sonoridad del sol y tiene un instantáneo efecto
en mi estado de ánimo, suaviza mi estado psicótico y se hace el silencio. Me
maravilla el hecho de que tiene veinte años y el pelo corto y peinado en bellas
puntitas, llenas de gracia y magia. Me mira con mucha ternura cuando la puerta
se abre, pero solo un segundo, casi compadeciéndose de mí, pero en secreto,
como si fuese algo que solo ella supiera, y después sigue su camino pasando a
mi lado mirando al frente y se pierde
entre la gente.
El tiempo se detiene mientras
retengo en mi pecho los efectos de aquella mirada llena de esperanza y sosiego.
Trato de seguirla para retenerla a mi lado, para abrazarla y no soltarla jamás,
pero mis pies parecen dos bolas de cemento, estoy paralizado y no puedo
moverme. Pienso instantáneamente que fui testigo del paso de una diosa venida
de otros lados muy lejanos al resto de los mortales, un ángel que se pasea
delicadamente entre los cuerpos esquivándolos, y me regaló a mí la dicha de su
presencia en un momento de desesperación y debilidad. Con esta última gota de
agua milagrosa en este desierto atrapante me resuelvo a buscar la salida como
sea.
En ese mismo ascensor, mientras
va subiendo gente, veo subir también Vijivisky. Yo lo conocía de otro trabajo,
pero el después se fue. Salto de la sorpresa y le hago señas, a ver si me puede
ayudar para poder subir, pero para mi sorpresa el señor se queda quieto y no se
da por enterado, simplemente me mira y sonríe con malicia, en silencio, y la
puerta se va cerrando hasta que lo último que veo son esos ojos celestes llenos
de hijaputez que se burlan de mí y de mi situación. La puerta se cierra, la
capsula sube y vuelvo a quedar solo.
Me vuelvo a desesperar frente a
semejante muestra de maldad, no puedo entender como la gente no puede intentar
levantar a alguien cuando esta caído, solo buscan aprovecharse de eso y no
molestarse por otra cosa que no sea su propio beneficio. Empiezo a dar vueltas nerviosamente
de un lado a otro a ver si puedo encontrar ayuda, alguien a quien consultarle
por el código, el maldito número o alguna escalera para poder subir de alguna
manera. Sigo con la mirada todas las paredes cual ciego en la oscuridad y no diviso
ninguna salida de emergencia ni puerta lateral que dirija a una escalera para
poder subir manualmente. Estamos tan abajo que no hay otra forma de ascender, pues
el edificio es un sistema tan perfecto que no permite situaciones irregulares,
es una maquina orgánica perfectamente diseñada, es ese simulador de ajedrez que
puede vencer a cualquier ajedrecista, es el mecanismo perfeccionado que cobró
independencia de su creador y trascendió el entendimiento humano.
Camino rápido por todos lados
buscando algún mostrador de ayuda pero ahora están todas las ventanillas vacías:
todo el mundo desapareció y siento que cada vez tengo menos tiempo. Me doy
cuenta de que hay otras personas que están en la misma situación que yo, y les
pregunto si saben cómo hacer para salir pero están tan desconcertados que ni
siquiera atinan a responderme. Carentes de vida, como autos a quienes sus
conductores abandonaron ante la inminencia de un terremoto o Godzilla, me miran
sin casi entender lo que les digo. Estoy solo, atrapado sin salida.
Nadie me da respuesta, no lo
puedo creer! Voy de un lado al otro como un perro perdido y no encuentro la
salida! Todo por un maldito número que nadie me dio y el maldito guardia de
seguridad no entra en razones!
No sé porque siento como una
turbulencia que se empieza a apoderar de toda la imagen, me desespero cada vez
más y casi tiemblo del miedo. Algo está pasando. Pareciera que hay más luz en
el recinto, una luz clara que entra de la pared lateral izquierda del gran
hall.
Ahora no hay personas, los
ascensores se suspendieron y hay un silencio extraño. Me dirijo a la pared
lateral y encuentro un teléfono público. Lo reviso rápidamente con manos torpes
a ver si tiene pulso y me pide que ingrese monedas para poder funcionar. No
tengo monedas! ¿Y ahora qué hago?! No puedo creerlo! Me doy vuelta y aparece
una persona sin rostro que me da una puñadito de monedas. Marco.
Alguien me atiende pero no sé
quién es. Le explico la situación, que necesito salir de ahí, que vine a hacer
un trámite y no me dieron número y ahora no puedo salir y ya no hay gente y
tengo que salir rápido porque parece que van a cerrar y el guardia no me deja
pasar, deben haberse equivocado los de recepción de arriba, necesito que alguno
llame y pregunte que pasó, si me pueden mandar el numero o venirme a buscar
rápido.
No me entiende. Dice que no
sabe quién soy, que no entiende nada de lo que le estoy diciendo, no puede
ayudarme. ¡No puede ser! ¡Porque me pasa esto?!
Cierro los ojos, me agarro la
cabeza con las manos, me aprieto los parpados casi tratando de arrancarlos. Exhalo
un largo suspiro que parece durar varios mundos y de alguna manera me calmo.
Cuelgo suavemente el teléfono y me aparto de la cabina. Una luz tenue pero fuerte,
omnipotente, entra a través de la pared lateral. La pared es ahora de cristal y
deja filtrar la luminosidad, haciendo que todo el hall parezca una pecera
gigante expuesta a un gran reflector.
Aunque sé que es imposible
porque estamos a cientos de metros bajo tierra, en el edificio de una gran
corporación hecho de metal, concreto y mecanismos sofisticados, sé que es la luz del sol que me baña de
una calidez sin precedentes. Es el sol que vino a buscarme.
Hipnotizado por un lenguaje que
no termino de entender, me dirijo en paso resignado hacia la pared de cristal.
Camino lentamente, casi consiente de mi destino, hay una atracción que me
succiona y solo tengo que abandonarme a esa sensación de retorno. Cuando estoy
parado frente a la barrera acerco mis manos al vidrio. Sin tocarla me doy
cuenta de que está a una temperatura hirviente por el calor que emana.
Delicadamente, sin pensar, sin conciencia ni miedo, poso mis manos sobre el
cristal, que ante el más mínimo contacto con mi cuerpo estalla en mil pedazos y
una luz…
(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)