miércoles, 28 de mayo de 2014

El Espacio entre A y B (fragmento)

Comparto un segmento de mi primer novela (aún sin finalizar), mi primer gran proyecto, este sobre dos sujetos que se han cruzado durante alguna época de su vida, y pasado el tiempo sienten una extraña influencia del uno sobre el otro, sienten el misterio entre los dos cuerpos.

Aquí una confesión clave de N. Para que se imaginen el comienzo y los conflictos. Espero poder terminarla algún día, pero mientras tanto, comparto algo para el que le interese.



El Espacio entre A y B

(fragmento)

N. Soberana, autentica, la noche se asienta sobre el piano arrepentido que tocaba Bill Evans mientras yo miraba el cielo oscurecer y sentía algo de hambre. Ya no quiero tirarme por la ventana, pero siempre una extraña fuerza me tira hacia el borde (hacia cualquier tipo de borde), una especie de imantada curiosidad con el limite de la pared y el peligro real de caer, no solo una idea de la frontera intelectual, sino sentir el aire en la cara y el vértigo en la boca del estómago cuando miro para abajo y calculo que la caída realmente acabaría con mi vida. Ya no intento suicidar esta sensación desastrosa, pero la recuerdo, tan grabada en mis días que son mi cuerpo que es el mapa de mi vida, es el motor de mis días, es el reflejo de lo que pasa todo el tiempo, es el vehículo de esta película emancipada de toda seriedad, esta escena simbióticamente grotesca y subnormal, subterránea, submarinamente divertida, como Life’s Acuatic, que siempre me pareció que su traducción bien podía ser “la vida es acuática”.

Estoy mejor pero siento que alguien me invade, alguien interviene en el guion. Me están escribiendo de algún otro lado cosas que yo no puse en este papel, me están susurrando cosas al oído, pero me voy vuelta y no encuentro a nadie. El que me susurra existió en el pasado, el que me dicta es un día de enero de 1993 que apenas puedo recordar, la que interviene mi relato de esta noche es esa clase de Lengua  de 2005, en que la profesora, esa chica joven y de buena voluntad que nos leía Cortázar y Bioy Casares, me preguntó si me pasaba algo y yo le dije que no y acto seguido me puse a llorar sin decirle nada, mientras sentía que alguien desde la otra punta del aula me miraba sin entender.


La coincidencia, contrariamente a lo que se entiende como casualidad, suerte, cosa del destino, como dice la gente, el gato negro, pasar bajo una escalera o el espejo roto, mal de ojo, todas esas excusas para no reconocer un curso de las cosas, no tomar responsabilidad por la fatalidad de la acción, lo irreversible de el acto, el tiempo que se come el momento y lo convierte en pasado que no es nada pero esta latente en todo, un punto súbitamente coincide sobre otro, se encuentran, se influyen, se transforman y continúan sus caminos ahora atados a esa determinación que fue su encuentro. Ahora lo se, ahora lo entiendo, todo es circunstancia, todo es estar en el momento en que los puntos chocan y se multiplican, un A choca con un B y se convierte en miles de cosas, en millones de pedacitos de letra con los que el viento de ese momento y los caprichos de la historia pueden convertir en muchísimas cosas, en tantas otras coincidencias de nuevas letras que se encuentran y forman palabras nuevas, desconocidas, que no figuran en el diccionario de la Real Academia Española, que aún no tienen significado. Coincidir, nada más concreto, nada más exacto que la coincidencia de dos puntos encaminados, de dos objetos que tenían una trayectoria en común y que la inminencia del movimiento puso en confrontación haciéndolos chocar. Así revivo mi silencio bajo esta concepción, así recompongo mi identidad colectiva, porque de alguna manera conocer la coincidencia me da cierta idea de las cosas y ya no tengo tanto miedo.


(Fragmento extraído de "El Espacio Entre A y B", Novela inedita, inconclusa. Cristian Rovere, 2014, ©)

lunes, 19 de mayo de 2014

Callejon sin Salida - Segunda Parte - Cafe con leche y despuntar del dia

Segunda parte
Café con leche y despuntar del día

Abrir los ojos al despertar es, creo, tan brusco como morir o como nacer. Significa pasar de un estado inconsciente y placentero a una catarata de preguntas a las que hay que responder algo, estímulos y escollos en un camino que para nada es una planicie en bajada en la que se va paseando placenteramente con la bicicleta mirando la orilla del lago y el atardecer. Es como estar parado imaginando música en una esquina sin nombre y que te empujen a un furioso río turbulento y te empieces a ahogar mientras tratas de orientarte y respirar a la vez asomando a duras penas la nariz a la superficie. La realidad te golpea con una tabla de madera en la cara cuando de repente hay que abrir los ojos y esa es una verdad inexorable, un hecho inevitable que de alguna manera entendemos entre brumas y otros mareos del sueño, imágenes de otra vida que de golpe se desvanecen y te dejan solo en la primer imagen del día, una penumbra envuelta en sabanas.

Abrir los ojos es un acto de valentía, reconocer que uno está ahí, es entender la existencia en el mundo y comprender la vida por lo que es y no por lo que queremos que sea. Ese momento en que te enfrentas con la verdad como si fuera un paredón altísimo como esos en donde se juega a la pelota paleta, y darse cuenta que la pared es enorme, que el camino es cuesta arriba y hay que empezar a trepar, a remarla duro en este día turbio y acaudalado que ya empezó y no te espera a que te despabiles y mires quince minutitos del noticiero o duermas un ratito más.

Igualmente tampoco esto significa aceptar el mundo que nos toca como una condena, sino reconocerlo con sinceridad y no mentirnos para que parezca más fácil. No es fácil. Nadie dijo que fuera fácil, y si alguien lo dijo es un gil, o un niño rico que nació con todo servido. Y sin embargo ese niño tiene que abrir los ojos a la mañana y reconocer que está ahí atrapado en ese cuerpo y esta tierra, y que hay cosas que no puede hacer y cosas que no puede evitar hacer. Ahora, tampoco es la muerte, se puede cambiar la realidad, se puede llegar a buen puerto al final del viaje. Reconocer no es aceptar, es no mentir, es buscar la verdad más pura sin importar lo absoluta que pueda ser, y después de conocer esa verdad, usarla de la mejor manera para sacarle provecho, o al menos evitarnos una serie de desgracias trágicas tales como casarse con una persona que no era de ninguna manera para nosotros o vivir toda una vida sin haberse dado el lujo de ser realmente la persona que tenías ganas de ser, siempre metido en el traje de lo que te salía, lo que parecía más fácil, o lo que te decían que debías ser.

El ser contemplativo mira antes de actuar, piensa antes de contestar, se llama a silencio antes de pensar. Hay que mirar el camino antes de empezar a caminar, y para mirar hay que abrir los ojos. Lo primero es lo primero y ahí se acaba la cosa. Las acciones iniciales del día no son de acción sino de ubicación, reconocimiento del terreno y volver a recordar que vivimos acá, que la vida es esto, y que está sonando el despertador por enésima vez y yo imaginando estas pavadas.

Empiezo el día como algo que pasa sin que nadie lo llame. Hago las cosas que hay que hacer mecánicamente y con una lentitud alarmante que a M la pone tan nerviosa, se me queda mirando como estoy mal sentado en el sillón frente a la tele con una cara de idiota impresionante, paralizado y con los brazos colgando, en calzones. Una postal tan graciosa como lamentable. Hay veces en que la gente seguramente se plantea porque está con tal persona de compañera o pareja, momentos ínfimos pero llenos de soledad y compasión. Es un segundo en el que la imagen se destaca, en silencio, y el espectador mira como desde arriba, testigo de una representación grotesca, al borde de sentir lastima o asco. Pero ese sentimiento nunca llega porque necesariamente hay amor ahí dando vueltas para que esa escena no genere ira sino ternura. Esa persona simplemente es la que esta con vos siempre, y si, tiene esas cosas, una peligrosa tendencia al patetismo. Despierto de milagro de mi letargo y miro la hora. Me doy cuenta que me tengo que apurar o se me va a hacer tarde. Siempre se me hace tarde.

Mi cabeza esta vacía a excepción de esta noción del tiempo completamente básica que se apoya en una simple premisa: ¨7:15¨. Esos pequeños números en blanco en la parte inferior de la televisión que van aumentando poco a poco son el latir de la mañana, el norte de todas las pequeñas cosas que tengo que hacer antes de irme, el faro que ilumina la noche de mis torpes movimientos. Mientras, el sol empieza a aclarar la parte del cielo que asoma por la ventana de la cocina y me hace preguntar cómo estará el clima. Y yo me tengo que adaptar a esas ¨7:15¨ que marcan el ritmo de mi mañana dormida y atontada.

Aún no hay ningún pensamiento que me atormente, solo terminar el café, el desodorante, lavarme los dientes, estar medianamente peinado (ya la aclare al mundo que no hay mucho que hacer con estos pelos desprolijos), y estar vestido, lo cual a veces, por quedar tan a lo último, deja de ser una obviedad para mi atención tartamuda y me doy cuenta cuando el tiempo me aprieta la soga del cuello que me faltan los zapatos o los pantalones.

M es mi compañera silenciosa de las molestas rutinas del nuevo día, es la belleza de mis amaneceres, mi cama calentita, la sonrisa obligada. La vida es más fácil con M y no puedo agradecerle lo suficiente lo amorosa que es, pero a esta hora a veces nos estorbamos como un par de viejos aburridos. Somos parecidos a dos agujas de reloj que van dando vueltas por el pequeño departamento tratando de no chocarse pero molestándose igualmente mientras uno se cepilla los dientes y el otro quiere justo peinarse o agarrar el desodorante que está justo donde el otro está parado. Nos vamos esquivando prolijamente como los dos bracitos del reloj que van para el mismo lado, siempre rozándose pero sin tocarse. Una va más rápido y la otra solo se mueve un poquito cuando la otra ya dio toda la vuelta, y creo que no hace falta aclarar quién es la aguja perezosa. Pero yo voy despacito y sin molestar a nadie así que no me jodan.

Paradójicamente mientras más damos vueltas, y dado que somos dos manecillas de reloj, el tiempo avanza o más bien se agota, semejando en realidad a esos minuteros que tienen arena adentro y va cayendo de un lado al otro, y uno mira ese movimiento de los pequeños granitos de arena pasando del lado de arriba a la pila que se va acumulando en el sector de abajo, casi tratando de que caigan más lento, disminuir su caída con la mente, y hasta parece que sucede, que flotan en cámara lenta y que ese minuto no terminará nunca, pero es solo una sensación y cuando nos queremos dar cuenta miramos arriba y el cristal esta vacío y el tiempo ya quedó del otro lado.

En esta mañana lenta como un paseo de playa (una playa extensa y deshabitada) casi que me quedé mirando un reloj de arena imaginario en el techo porque de repente escucho un “¡Dale che que vamos a llegar tarde! ¡Siempre lo mismo vos, te quedas ahí parado! ¡Termina de cambiarte de una vez!”.

A veces M no es tan silenciosa y me pega un par de retos para que vaya entrando en ritmo, o para que me despierte de alguno de mis espasmos tildados, cosa que me molesta bastante porque uno no se tilda porque quiere sino porque no le queda otra opción, tiene una nube atravesada entre los ojos y quiere irse de paseo por esas curvas esponjosas y fascinantes de tan blancas y desinteresadas de la vida que pasa por allá abajo y por otros lugares. Pero está bien, no son momentos para irse de joda por algún paisaje somnoliento y soleado, es tiempo de entrar de una vez a la rutina y así es como vamos perdiendo la niñez que nunca debería abandonarnos y nos vamos volviendo en adultos serios y aburridos que no entienden nada de la vida feliz que se tiene cuando no se piensa en nada y se deja llevar uno por los antojos más ridículos que tocan cuando uno hace girar la ruleta de las boludeces, tan llena de colores y de ocurrencias absurdas. Y M me va acarreando cual ganado, como a esas vacas que les pegan con unas fustas de cuero seco para que se vayan apurando un poquito en vez de tanto andar amodorrado, y así me termino de vestir de una vez.

Ya casi estoy listo para salir, me paro cerca de la puerta y me doy cuenta que parezco esos perritos que cuando uno agarra la correa se acercan a la puerta desesperados por salir al mundo a ladrarle a todo otro canino que se cruce. Yo exactamente no me muero por salir, pero es mejor hacerlo de una vez. Reviso mis bolsillos a ver si esta todo en su lugar, agarro las llaves y las mantengo en la mano porque las voy a necesitar abajo y a esta hora guardar algo y volver a sacarlo es casi insoportable.

La mirada aún sigue perdida anda a saber en qué, y las palabras faltan y es algo bueno, y mientras no pensamos con M nos miramos y nos vemos que estamos los dos igual de dormidos y con las mismas ganas de volver a la cama y acurrucarnos otra vez en esa República Federal de la Felicidad que es nuestro nido de sabanas calentitas reforzadas con almohadas por todos lados como murallas de un castillo preparado para soportar cualquier asedio de todas las obligaciones y ordenanzas del mundo exterior que nos vienen a saquear el fuerte.

Sin embargo ese vacío que se aloja ahí arriba en la terraza de las ideas se llena en el momento que nos subimos al ascensor y apretamos el botón de bajar. Ahí empieza toda la debacle. Tocar ese botón activa el mundo, da comienzo al día lleno de cosas iguales a las de ayer y a las de antes de ayer, y un montón de situaciones en la cabeza que ahora se presentan molestas y tediosas, como algo que hay que soportar pero sin saber porque.

Hay un par de segundos largos en la bajada al infierno que es esa planta baja donde empieza todo, en que el ascensor se vuelve una capsula donde se despresuriza la mente, se licua, inicia un reseteo y me veo ahí, como un ser condenado a muerte, en este espejo sucio, y me doy cuenta de que estoy, estoy ahí, mi cuerpo está ahí, mi miente, de repente, está ahí.

Me miro y casi no me reconozco. Me fijo así como de reojo porque no me gusta verme, y me encuentro viejo y cansado. Siempre dije que la edad es algo subjetivo y personal, algo que no se puede entender con una linealidad cartesiana, como tampoco puede entrar la idea de la muerte en la mente racional (hola Damien Hirst, ¿qué haces acá tan temprano?). Decir la edad del documento nos vuelve unidimensionales y básicos, lo hace parecer tan plano como decir “nací en 1989, hoy es jueves 24 de abril de 2014, tengo 25 años”, pero nada es tan simple, y menos la edad. Quisiéramos que sea así para evitarnos el disgusto de ser algo que no podemos mesurar, porque la ciencia se encargó de poner toda nuestra vida en espacios matemáticos para poder leernos en ecuaciones mercantiles, dejando afuera todo lo que no podía entender y controlar, y así se perfiló la mentalidad moderna de las últimas cinco generaciones de filo-occidentales. 

También siempre dije que somos almas viejas de vidas pasadas, que en los ojos se pueden ver historias arremolinadas de días enterrados. El mismo componente espiritual que atraviesa mi sangre recorre la sangre de todos los humanos y la vida en toda su expresión, y que una vez despojado de un cuerpo-objeto regresa a otro para habitarlo y hacer latir sus días hasta que su materialidad también caduque. La misma esencia que una y otra vez reside en cuerpos y plantas y rocas y elementos, retorna a la fuente y se recicla, se reinventa y vuelve a vivir, inevitablemente; yo fui piedra milenaria, fui dinosaurio, fui esclavo egipcio y fui soldado alemán de 18 años muerto de frío en las praderas rusas bañadas de metros de gruesas capas de nieve finísima. ¿Cómo decir entonces que tenemos 25 años?! ¿Cómo asegurar algo tan categóricamente, con tanto misterio en la espalda? Esta mañana siento el peso de todo ellos y sus miserias acumuladas en mi pecho, achacando mi cuerpo y arrugando mi cara. Si edad es el estado del alma, en este momento tengo 124 años y mi espíritu está en estado de internación, y hasta habría que hacerle RCP porque se nos va, parece que no respira, denle un poco de aire, por favor, hagan lugar, no sean curiosos, córranse, no ven que necesita aire?

Me veo portando una carita que no se si da lástima o miedo, por momentos parezco un perrito de la calle hambriento y pulgoso que te mira diciendo “si podes, si no es problema, me vendría bien un poco de mimito, acá arriba de la cabeza, y también algo de agua, tengo una sed…”, y por momentos es la cara de un asesino serial resentido con la vida y siento que me quiero entregar a que me recluyan en una granja en Córdoba para que no le haga daño a nadie. Luzco derrotado, como alguien que necesita que lo pongan un ratito al sol rodeado de animales y niños cariñosos para que vuelva a tener un poquito de color en esos ojos que tienden al suelo, a querer volver a dormir como si la cama fuese un refugio sagrado donde uno se puede tirar a olvidar todo, a negarse a ser. Al verme todo se materializa en el mundo en el que hay que vivir.

Entre tanta niebla me agarro de esto, y es que no podemos negar el mundo, no podemos abandonarnos al no-hacer y quedarnos quietos hasta desfallecer. Hay que hacerle frente al mundo aunque no lo entendamos y empezar a caminar. El día comienza de nuevo pero el tiempo nunca se detuvo.


Se abre la puerta del ascensor. Fueron solo tres pisos, diez segundos, una visita express ida y vuelta a los abismos. El tiempo es una masa gomosa que se estira y se comprime. Doy un paso, salgo. Al este se divisa la luz del sol tiñendo el cielo de blanco y derrotando la oscuridad de la noche. Ahora a poner cara de buenos días que la gente no merece este mambo tan temprano. 

(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)

jueves, 15 de mayo de 2014

Callejon sin Salida - Primera parte - Antes del Comienzo, sueño


Primera parte
Antes del comienzo, sueño.

…entonces salí del ascensor y entré en el hall, y todo era luminoso y moderno como uno se imagina que es Japón o Dubai, mostraba un aspecto futurista sobre todo en los detalles de las señalizaciones o los botones, todo matizado con muchos colores plateados y celestes y algunos tonos de verde, también vidrios y plásticos transparentes con detalles en gris. Había un montón de marcas, luces y señas que indicaban a la gente por donde debía caminar si iba a cuentas a pagar, por donde si quería ir a atención al proveedor, por donde para retirar pagos, el correo interno, las oficinas, luces y carteles digitales por todos lados, para que la gente no perdiese tiempo en ir de un lugar a otro deambulando por ahí.

El hall del subsuelo del centro de atención de Telefónica S.A. estaba ubicado en el piso -15 bajo el nivel del mar, pero a pesar de estar tantos metros bajo tierra era muy luminoso, agradablemente luminoso, como si estuviese alumbrado con luz natural del sol. Sin embargo sabía que el sol estaba muy, pero muy lejos, aunque no tenía forma de saberlo me sentía en una profundidad restringida, privado de mi libertad, lo cual me inquietaba, generándome un nerviosismo inconsciente que me apuraba. Tenía que entregar lo que sea que tenía que entregar, y rápido, creo que era una factura o una documentación confidencial que tenía que presentar a una persona en una oficina que debía estar por ahí cerca.

Las luces y el movimiento mecánico de las personas me daba la sensación de que aquello era una máquina que latía, pero también lo sentía falso, simulado, forzado, como una fachada de algo más grande que se estaba cocinando tras bastidores. Seguí caminando con paso acelerado.

No recuerdo exactamente como llegue a la ventanilla, porque mi atención estaba tan dispersa en los detalles del entorno que prácticamente mi cuerpo se “manejaba solo”, caminaba como si supiera a donde tenía que ir y cuál era el camino más rápido, esquivando gente a una velocidad inesperada, cada paso era una estocada mortal a una carrera en contra del tiempo, pero en realidad nadie me corría, así que no sé porque tanto apuro. Igualmente el cuerpo iba solo y yo no tenía que hacer nada así que me seguí dedicando a mirar a mi alrededor, pero no descaradamente, sino más bien con disimulo porque el resto de los trabajadores y personas que estaban ahí haciendo cosas muy seriamente no tenían cara amigable y no me daba confianza andar boludeando por ahí con cara de nene de dos años que se fascina con cualquier pavada.

Curva, contra curva, pasillo al fondo, segunda puerta, mostrador de vidrio, todo un laberinto recorrido con la comodidad de alguien que pasea por el patio trasero de su casa en pijama un domingo a la mañana, alguien que conociese aquel recinto como si lo hubiese diseñado él mismo.

Llego a la ventanilla de entrega de documentación y me doy cuenta de que la persona que me atiende no tiene cara. Sí, es raro, pero como que estaba concentrado en otras cosas y mi atención flotaba por ahí, sin límites ni fronteras, entonces todos los detalles están dispersos y mi memoria hace aguas en algunas cosas cuando trato de recordar, y otras las recuerda como si hubiese nacido dentro de ellas. Pero en un momento, cuando le entrego los papeles, en el cuadro visual están mis manos, los papeles, las manos del personal de telefónica, y esas manos están conectadas por brazos, cubiertos por un traje gris azulado, el cual empiezo a seguir hacia arriba, donde me encuentro con un torso donde asoma una camisa blanca y tras de ella un cuello largo. Mi mirada sube por ese cuello largo por un tiempo que parece interminable, y cuando llego a la cara me encuentro con una superficie rosada completamente lisa. No tenía boca, pero igualmente se comunicaba conmigo, me decía de una manera muy seca y mecánica que me recibía la documentación y que ya habíamos terminado. Su frialdad me cortaba así que me di cuenta que ya no tenía que estar ahí. No imagino porque le faltaba la cara a ese señor, pero el tema no era relevante y no me detuve ahí. Ahora quería con urgencia irme de ese subsuelo.

En el Gran Hall hay un montón de ascensores, no los cuento pero hay catorce y son como torres que suben por el costado de la pared principal hasta un techo alto donde continúan después a través del concreto, gusanos reptando por tierra revuelta. Parecen los tubos de un órgano gigante como esos que hay en las iglesias antiguas de Alemania o Italia, y su vaivén es la melodía siniestra que orquesta mi desconcierto pues mientras mi mirada sigue aquel subir y bajar que llena los compases de esta canción me pregunto cuál de aquellos ascensores va a sacarme de acá. El panorama de los catorce tubos cristalinos danzando en las paredes sin esfuerzo me hipnotiza el tiempo suficiente como para darme cuenta de que había algo mal en toda esa escena, y una pesada gota de sudor cae por el costado derecho de mi frente, como siempre que me pasa cuando me pongo nervioso.



La gente sale desesperada pero sin correr, todo el tiempo pasa más y más gente simulando el flujo interminable de una cascada, y yo los miraba circular y me preguntaba lo mismo que se preguntan todas las personas que caminan por las pasarelas de la garganta del diablo: “¿de dónde sale tanta agua?”, y yo los miro emanar de esas capsulas coloridas de una mecanización deliciosa de tan precisa que pienso ¿de dónde sale tanta gente? ¿Todos trabajan acá? ¿Qué cosas hacen? ¿Qué tanto tienen que ir y venir?

Es como si arriba, donde está todo lo real, estuviese una fuente primordial que va formando personas y largándolas a través de estas catorce válvulas que se abren, escupen gente con traje y un trabajo específico, y después vuelven a subir en busca de otro cargamento de trabajadores robóticos, embajadores de la rutina, mensajeros del capital, portadores del germen mortal que contamina toda vida orientada a la libre expresión de la naturaleza. De alguna manera que esa fuente es el sol, porque percibo su calor y siento que está ahí arriba, de donde viene y va la gente. Y yo tengo que salir de acá rápido porque esto está colapsando.

Los tipos y las señoritas caminaban rápidamente, todos de impecables trajes y rostros anónimos dedicándose únicamente a sus asuntos sin notar siquiera que otras personas compartían el paseo por los pisos inferiores de aquella estructura de comunicaciones y conexiones. Yo veo que hay gente que también sube, ponen un código en la parte lateral del ascensor que emite una lucecita roja en señal de aprobación, y así van subiendo hasta que se llena la capacidad del ascensor, que apenas liberan la puerta se cierra automáticamente y sube velozmente hacia arriba.

Trato de subir en algún ascensor pero no conozco el sistema, veo que todos tienen ese código y yo no tengo nada, porque cuando baje no me dieron nada y ahora no sé que hacer. Hay un guarda de seguridad que está parado al lado de cada ascensor vigilando que todos tengan su código, entonces me acerco y le consulto:

-¿Cómo puedo hacer para irme de acá?

-Necesitas el código numérico que te dan arriba para poder bajar. – Me responde de mala manera y sin hacer contacto visual conmigo. Me quedo pensando un segundo, porque a mí no me dieron ningún número al bajar.

-Mire, disculpe que le moleste – digo – pero a mí al bajar no me dieron ningún número, y ahora realmente necesito subir.

-Sin número no puede subir. – me responde aún más secamente que antes, y se dedica a responderle a otra persona que le estaba preguntando algo ignorándome completamente. Me empiezo a poner de muy mal humor.

-¿Y ahora como hago para subir? Porque arriba no me dieron ningún número y yo baje igual.

-Mire, – me dice casi gritando – no sé cómo bajó, porque para bajar tiene que estar registrado y le habilitan un código con el cual usted se maneja en el edificio, pero si no tiene número no va a poder subir. Yo no lo puedo ayudar.

Me quedo perplejo mientras trato de procesar la situación. Claramente no tengo ningún número porque lo recordaría. Y no estoy seguro ni siquiera de como llegue a acá, el acceso al edificio no lo recuerdo en absoluto, casi pareciera que fue en otra vida, no tengo registro alguno de haber entrado a Telefónica, ni siquiera recuerdo que empresa me mandó a realizar el trámite. En silencio miro como las otras personas ponen su número al entrar y la luz controladora marca en rojo la aprobación.

Las personas siguen subiendo y bajando sin parar y yo miro atontado esta rutina. Me desespero enormemente, aprieto las manos hasta que se me ponen rojas, de la impotencia doy pequeños saltitos en el lugar, todos suben y yo no, todos circulan y van a donde quieren ir mientras yo me quedo ahí sin saber qué hacer, nadie me ayuda, nadie nota que estoy acá sin poder salir, quisiera gritar fuerte, quisiera golpear al guardia en la cara y darle patadas, de hecho estoy a punto de hacerlo, no puedo contenerme, y aparte se lo merece, quiero asaltar a cualquier persona que tenga posesión de algún código de salida y usarlo para escapar de ahí. Me agito, respiro con dificultad pero finalmente evito incurrir a la violencia, aunque me quedé sin paciencia y sin ideas.

De repente se abre un ascensor y sale Araceli Gonzalez como salida de un ensueño y rodeada de una ligera aurea de luz, vestida en un trajecito beige claro, inmaculada, y contrastando notablemente con todos los oficinistas de varios matices de gris y azul oscuro. Su presencia imita la calidez y sonoridad del sol y tiene un instantáneo efecto en mi estado de ánimo, suaviza mi estado psicótico y se hace el silencio. Me maravilla el hecho de que tiene veinte años y el pelo corto y peinado en bellas puntitas, llenas de gracia y magia. Me mira con mucha ternura cuando la puerta se abre, pero solo un segundo, casi compadeciéndose de mí, pero en secreto, como si fuese algo que solo ella supiera, y después sigue su camino pasando a mi lado  mirando al frente y se pierde entre la gente.



El tiempo se detiene mientras retengo en mi pecho los efectos de aquella mirada llena de esperanza y sosiego. Trato de seguirla para retenerla a mi lado, para abrazarla y no soltarla jamás, pero mis pies parecen dos bolas de cemento, estoy paralizado y no puedo moverme. Pienso instantáneamente que fui testigo del paso de una diosa venida de otros lados muy lejanos al resto de los mortales, un ángel que se pasea delicadamente entre los cuerpos esquivándolos, y me regaló a mí la dicha de su presencia en un momento de desesperación y debilidad. Con esta última gota de agua milagrosa en este desierto atrapante me resuelvo a buscar la salida como sea.

En ese mismo ascensor, mientras va subiendo gente, veo subir también Vijivisky. Yo lo conocía de otro trabajo, pero el después se fue. Salto de la sorpresa y le hago señas, a ver si me puede ayudar para poder subir, pero para mi sorpresa el señor se queda quieto y no se da por enterado, simplemente me mira y sonríe con malicia, en silencio, y la puerta se va cerrando hasta que lo último que veo son esos ojos celestes llenos de hijaputez que se burlan de mí y de mi situación. La puerta se cierra, la capsula sube y vuelvo a quedar solo.

Me vuelvo a desesperar frente a semejante muestra de maldad, no puedo entender como la gente no puede intentar levantar a alguien cuando esta caído, solo buscan aprovecharse de eso y no molestarse por otra cosa que no sea su propio beneficio. Empiezo a dar vueltas nerviosamente de un lado a otro a ver si puedo encontrar ayuda, alguien a quien consultarle por el código, el maldito número o alguna escalera para poder subir de alguna manera. Sigo con la mirada todas las paredes cual ciego en la oscuridad y no diviso ninguna salida de emergencia ni puerta lateral que dirija a una escalera para poder subir manualmente. Estamos tan abajo que no hay otra forma de ascender, pues el edificio es un sistema tan perfecto que no permite situaciones irregulares, es una maquina orgánica perfectamente diseñada, es ese simulador de ajedrez que puede vencer a cualquier ajedrecista, es el mecanismo perfeccionado que cobró independencia de su creador y trascendió el entendimiento humano.

Camino rápido por todos lados buscando algún mostrador de ayuda pero ahora están todas las ventanillas vacías: todo el mundo desapareció y siento que cada vez tengo menos tiempo. Me doy cuenta de que hay otras personas que están en la misma situación que yo, y les pregunto si saben cómo hacer para salir pero están tan desconcertados que ni siquiera atinan a responderme. Carentes de vida, como autos a quienes sus conductores abandonaron ante la inminencia de un terremoto o Godzilla, me miran sin casi entender lo que les digo. Estoy solo, atrapado sin salida.

Nadie me da respuesta, no lo puedo creer! Voy de un lado al otro como un perro perdido y no encuentro la salida! Todo por un maldito número que nadie me dio y el maldito guardia de seguridad no entra en razones!

No sé porque siento como una turbulencia que se empieza a apoderar de toda la imagen, me desespero cada vez más y casi tiemblo del miedo. Algo está pasando. Pareciera que hay más luz en el recinto, una luz clara que entra de la pared lateral izquierda del gran hall.

Ahora no hay personas, los ascensores se suspendieron y hay un silencio extraño. Me dirijo a la pared lateral y encuentro un teléfono público. Lo reviso rápidamente con manos torpes a ver si tiene pulso y me pide que ingrese monedas para poder funcionar. No tengo monedas! ¿Y ahora qué hago?! No puedo creerlo! Me doy vuelta y aparece una persona sin rostro que me da una puñadito de monedas. Marco.

Alguien me atiende pero no sé quién es. Le explico la situación, que necesito salir de ahí, que vine a hacer un trámite y no me dieron número y ahora no puedo salir y ya no hay gente y tengo que salir rápido porque parece que van a cerrar y el guardia no me deja pasar, deben haberse equivocado los de recepción de arriba, necesito que alguno llame y pregunte que pasó, si me pueden mandar el numero o venirme a buscar rápido.

No me entiende. Dice que no sabe quién soy, que no entiende nada de lo que le estoy diciendo, no puede ayudarme. ¡No puede ser! ¡Porque me pasa esto?!

Cierro los ojos, me agarro la cabeza con las manos, me aprieto los parpados casi tratando de arrancarlos. Exhalo un largo suspiro que parece durar varios mundos y de alguna manera me calmo. Cuelgo suavemente el teléfono y me aparto de la cabina. Una luz tenue pero fuerte, omnipotente, entra a través de la pared lateral. La pared es ahora de cristal y deja filtrar la luminosidad, haciendo que todo el hall parezca una pecera gigante expuesta a un gran reflector.

Aunque sé que es imposible porque estamos a cientos de metros bajo tierra, en el edificio de una gran corporación hecho de metal, concreto y mecanismos sofisticados, que es la luz del sol que me baña de una calidez sin precedentes. Es el sol que vino a buscarme.

Hipnotizado por un lenguaje que no termino de entender, me dirijo en paso resignado hacia la pared de cristal. Camino lentamente, casi consiente de mi destino, hay una atracción que me succiona y solo tengo que abandonarme a esa sensación de retorno. Cuando estoy parado frente a la barrera acerco mis manos al vidrio. Sin tocarla me doy cuenta de que está a una temperatura hirviente por el calor que emana. Delicadamente, sin pensar, sin conciencia ni miedo, poso mis manos sobre el cristal, que ante el más mínimo contacto con mi cuerpo estalla en mil pedazos y una luz…


(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)