jueves, 2 de octubre de 2014

Insistente en noche estrellada



Casi nada, práctico y solemne, muero al sentir el acero rápido del atravesar un día como el anterior sin sal, sin sazón ni pimienta ni el fuego sagrado que puede catapultarme al espacio o disolver mi cuerpo entre el agua en una ráfaga de furia etérea, animal y a la vez sobrenatural. Lo social nos atascó impúdicamente, y de lo suave solo sentimos el calor y la brisa enamorada de los sueños que no alcanzamos a recordar a la mañana. Poder dominar el tiempo de sueño y de vigilia, poder estrujar el alma y alimentarse de la fortaleza inmortal que mana del polvo de estrella del que se compone el cuerpo inmaterial de nuestra vitalidad, ese poder es posibilidad pero lejana en este siglo que muestra al humano cada vez más herido. Si Federico nos vio en el lecho de la desgracia y se avergonzó, si vio que estábamos heridos y arrastrándonos, aferrándonos a la fe y a la irresponsabilidad del día perdido y la vida venidera, hoy siento que nos dejaron en coma, desangrándonos pero lentamente, como por una pérdida ínfima que se cuela silbando bajito, sin dolor, nos dejaron entre un punto y coma, entre paréntesis, solo esperando el olvido.
Soy negativo?
Siento la herida. El dolor es gracioso, en algún punto. También es trágico, y por ello hermoso.
El blues. Nada más grafico que el blues. El hombre nace, pasa un tiempo, sufre, y hace blues. Si su mirada traspasa la luna, su blues nos llevará ida y vuelta a los confines de las estrellas y a la vez a los rincones más suaves y oscuros del cuerpo inmaterial, el cuerpo que sabe, el cuerpo que fue, que vino, que vuelve.

Saludos,

Cristian Rovere


(Relato extraído de "Relatos Cortos y Despiadados", Cristian Rovere, 2014, ©)

martes, 30 de septiembre de 2014

Hoy se sale


Un diablo se sienta en la trompa de un auto. La noche le acaricia la roja espalda surcada de símbolos y bajorelieves siniestros, y la leve brisa nocturna flota cálida a su alrededor como un hálito infernal. Mastica chocolate, que va mordiendo de una barra envuelta en un papel plástico color violeta claro.

Tiene los ojos amarillos, pero no destellan luz como los del gato, son opacos y densos, como un pantano contaminado lleno de podredumbre burbujeante. La madrugada reina en el aire oscuro. La gente simula dormir, vos pensabas salir, pero este ser se posó en el frente de tu auto impidiéndote salir. Es horrible, de piel color rojo oscuro, casi bordó, marcas negras como tatuajes que versan preludios de magia negra grabados en los brazos, el cuello, la cara. Dos incipientes cuernos asomaban amenazadores.

Yo me acerco con un bate de béisbol y le parto el cráneo en dos al maldito bastardo. No voy a permitir que arruine la salida; ya puse doscientos mangos para la birra. Aparte iba a estar Maira, que me cae súper bien. Tal vez yo también le agrade, a pesar de mis cuarenta años, tres hijos que solo me ven para pedirme plata, ah y todas esas causas penales.



Pateo el cuerpo inerte a un costado de la calle. La barrita de chocolate quedó a un costado, a medio terminar. Una pena, parece buen chocolate. De su cabeza partida sale humo negro y sesos húmedos, violáceos. No debió ponerse en nuestro camino, no?



-¿No?- te repito. –No me estas escuchando -. Te veo quieto, con las manos pegadas al volante, los ojos como dos huevos duros. Una gota de sudor se precipita desde tu frente hasta el cuello, queriendo suicidarse. No soporta la presión, la tensión de la noche que huele a azufre y asesinato. Miras adelante, a mí, que estoy ahora sentado en el asiento de acompañante con un bate chamuscado junto a una pierna, y de nuevo al frente. –Arranca boludo -. Te grito. No me estás entendiendo, y me vas a hacer enojar. La puta madre, estos pibes blanditos no se bancan una. – ¡Dale, che! que está Maira, y ya pagué el alcohol-.  

El auto arranca con un ruido atascado y un andar nervioso, igual que quien lo maneja. Yo saco la cabeza por la ventanilla para sentir un poco de aire y escupo el cuerpo que dejamos atrás. La noche promete, pueden pasar cosas buenas, pero hay que andar con cuidado, y dormirse, nunca.


(Cuento extraído de "Cuentos de Terror", Cristian Rovere, 2014, ©)

lunes, 29 de septiembre de 2014

Ver borroso y aburrirse


Jaime llega cansado del trabajo. Siente el olor a transpiración proveniente de la intersección entre su brazo y su torso, colándose a través de su camisa arrugada y su saco con el polvo de la calle.

Siente la decepción estancada en el fondo se su cabeza, alimentada por esa gotera que hora tras hora salpica de insatisfacción esa rutina llena de nada, de tareas y fracasos, de obligaciones y reprimendas.

Fue uno de esos días en donde todo se complica innecesariamente y casi parece como si alguien, a propósito, fuese poniendo palos en la rueda de su vida. Se siente inútil, poco capaz, aburrido y desagradable. Nadie quiere compartir noticias con él, nadie lo felicita, nadie lo considera interesante. Y sin embargo él tiene que andar todo el día felicitando y congraciándose con gente para mantener su posición social considerablemente frágil. Tiene una familia y tiene que cargar con esa presión, la de mantenerlos, cuidarlos, aunque eso signifique descuidarse a sí mismo.

Pero no quiere que su mujer e hija lo vean así. Abre la puerta y se saca la cabeza, colgándola en el perchero más cercano. Allí otras tres cabezas esperan, entre aburridas y dormidas.

***

Hanna tiene el mentón pesadamente apoyado en su mano derecha mientras con la izquierda hace caminar a una muñeca que le parece horrible. Demasiado flaca y con los pelos frizados como fideos duros, olvidados en un plato de comida que alguien despreció.

Los días de verano sin escuela son de lo más aburridos, y mamá no hace nada por remediarlo. Su pieza se vuelve cada vez más monótona a medida que pasa los días allí, sin salir.

A veces canta sola, casi susurrando, canciones inventadas para que sus muñecas bailen. Pero no le gusta su voz, cree que canta mal, y las muñecas no tienen articulaciones y así que verlas bailar rígidas como una tabla es irritante.

Uno de sus ojos se le cae cuando saca la mano derecha de su pera para rascarse un punto de la espalda que le pica. De la órbita vacía, al igual que de sus oreas y de un pequeño agujerito en la base de su cabeza, unos minúsculos brotes verdes crecen lenta y arremolinadamente, como buscando el sol. Se desarrollan a cada centésima de segundo, surgen bifurcaciones, nuevas hojas, diminutas enredaderas que como manecitas van haciendo una coreografía al ritmo de música árabe que suena desde otro mundo, sin que Hanna pueda escucharla.

De repente se siente el sonido de la llave girando dentro de la cerradura, la puerta que se abre, y entonces se pone el ojo de nuevo en su lugar y se levanta enseguida para recibir a papá con una sonrisa, y con la esperanza de que el día mejore un poco, aunque sea un poco. Las incipientes plantitas se vuelven a sus cuevas, menos la de la cabeza, que decide súbitamente dejar una única hoja en la base del orificio, como una pluma erguida, un bello adorno color verde primavera.

***

Beatriz está sentada en una silla mirando la pared (la nada). Espera que el pastel de papas termine de gratinarse, y después de haber lavado todos los cuencos y olla necesarios para la preparación, está cansada.

El día discurrió como algo molesto, sin vida. “El calor atrofia el cerebro” le decía su padre cuando él no era aún tan viejo. El vaho transita por el aire de la tarde-noche suprimiendo el tiempo y los sonidos. Hasta los muebles de su cocina parecen necesitar una ráfaga de aire fresco que les devuelva la vitalidad.

Otra jornada insufrible. Era como estar atrapada en el tráfico en la ruta, se ve que hubo un accidente y camina todo a paso de hombre, o aún más lento, hasta pareciera que vamos hacia atrás, y en el auto parece hervir el aire, y la compañía es también agobiante, detestable, pero no se puede decir nada porque son conocidos de papá.

El calor era tal que su cuerpo no quiso soportarlo. Su torso se separó de la cadera y se deslizó por el aire hacia la heladera. Luego de beber agua bien fría, su mano tomo una brocha y la sumergió en un balde de pintura azul que había en la mesada lateral, junto a la despensa.

Mientras se iba pintando linealmente su cuerpo, de arriba hacia abajo, para no gotear, pensaba en la pequeña Hanna, que estuvo solita y aburrida todo el día. Le gustaría divertirla más y que se llevasen mejor, pero no sabía cómo. No la entendía, y eso le molestaba.

Por otro lado, las piernas esperaban. En un momento se incorporaron y fueron hacia el horno, para ver cuánto faltaba. Con la punta del zapato engancharon la tapa del horno y lo abrieron. Ya estaba listo.

Luego, para no ser menos, dieron algunos pasos hasta otro balde de pintura, esta vez amarillo, y dándole una patada a la mesa, hicieron que el tacho se derramase sobre ellas, pintándolas desprolijamente del color del sol.


Sonó la llave contra la puerta. Llegaba Jaime. Escuchó a Hanna corriendo para recibirlo. Volvió a unir su cuerpo, se sacudió la pintura y se alisto rápidamente para preparar la mesa, como siempre.


(Cuento extraído de "Cuentos Absurdos y Fantasticos", Cristian Rovere, 2014, ©)

jueves, 25 de septiembre de 2014

Diciembre sin fin y sentir feudolluvia

Kelly Cocoon Clarckson maldice una nube que le tapa el sol, saca una escopeta y le dispara a la persona que tiene al lado, que la irrita porque tararea estupideces y dice cosas dignas de alguien comparable a un simio privado de su libertad intelectual retrasado mental que se golpeó la cabeza con un tronco gigante y quedo senil y cojo y bizco y no puede dormir y se le Cruzan los cables y piensa que es Sansón, Dalila, George Michel, George Bush, y el hijo de Obama y la esposa de Saddam Husein.
Invesil
Imbécil
Un imbécil con cara de mono se sube a un auto y rompe una barreta electrónica nutritiva, de esas que te vende el electromecanicosquio y no te pregunta nada, solo te da una cara de machista puro y sincero, mientras acaricia un gato feligrés consiente de su propia existencia, esos que salieron a hora en combo con los cereales froot fucks. Risas. No, de enserio, qué onda? No entiendo nada.
Yo tampoco, no te preocupes.
Pero sigo escribiendo.
Calles entrecruzadas con niños envueltos y hospitales en llamas llaman la atención mientras llamo a los bomberos para que rescaten a los enfermos y a la gente del hospicio, pero no me atienden, me atiende más bien una maquina llamada bian que me va diciendo que marque las opciones con números, pero lo que no puedo decirle es que soy manco y solo tengo una mano, que es la que sostiene el teléfono y no puedo marcar las opciones para comunicarme y comunicarle lo que estoy viendo. Decido ignorar las muertes y seguir con mi vida. Qué vida? No tengo vida? Soy un pobre diablo.
Soy una mujer infeliz con cara de gorda y cuerpo de gorda y paperas y ojeras y papada y mal de ojo. Nadie me mira cuando voy por la calle, nadie me silva, nadie me dice “que carnes mamasa” o “te entro como don ramón a la renta” o algo así, no me dicen ni dichos equivocados, ni cosas hirientes, no existo. Ojala fuese rubia y sensual, ojala fuese alguien. No soy nada. Estar en Hollywood y no ser nada es lo peor que hay. Intentaré irme de aquí, intentaré intentar algo, pero este infierno, dios, este infierno es insoportable. Pego media vuelta y regreso al jospital en jamas. Camino en silencio y muy lento, muy rápido pero en cámara lenta, hacia las flamas, hacia mi muerte, y cuando llego a los pocos metros una explosión derrumba lo que queda de hospital y me impulsa hacia atrás. Mi propio peso hace que la caída sea dolorosa y siento que se me quebró el huesito dulce, me duele, y encima tengo quemaduras de quinto grado repito de quinto grado en las mejillas y en las carnes de debajo de los brazos.
Se acerca una enfermera que sobrevivió. Le pido ayuda pero me dice que no hay ningún hospital cerca.
Pasa el invesil del auto con el gato feligrés, se estaciona a mi lado y me tira una lata de gaseosa Stikers Hik’s KFC Bubblues en la cabeza. Luego arranca, me atropella y no recuerdo más nada. (Mentira si recuerdo, pero es muy perturbador y no pienso contarlo).
Fickiri fuck. Son las 18 y 16 y no recibí la llamada. Pretendo irme a casa. Pero sino, a caminar un poco. Línea A estación Sáenz Peña. Después línea B hasta Alem y a casa.
Saludos,

Cristian Rovere


(Relato extraído de "Relatos Cortos y Despiadados", Cristian Rovere, 2014, ©)

Carne



Salando una herida, miro el cielo, siento un leve ardor en la pansa, ahí donde me clavaron
esa lanza,

y no sé, dudo, dudo que esto realmente funcione, pienso en morir, pienso en vivir,
realmente vivir,

en las memorias, los días intensos, los impactos fuertes de la naturaleza, mirar mucho el
sol y sentir ese

no sé qué, nadar furiosamente en un lago frio, o luchar las olas con ganas y risa, y a la vez
ver todo eso en el

olvido, verlo como una foto vieja de mi propia historia, casi igual a todas las propias historias que alguna vez viví y que recuerdo como se recuerda mal un sueño a media mañana.


Carne absurda, es una tremenda anomalía, es la falacia mayor, la que encapsula una inconmensurabilidad cósmica en un coágulo de sangre caliente y circulante, una rueda de miedo y dolor, una maquina diseñada para ser torpe e incoherente, ser asesina y violenta, un auto chocador fuera de control, un lector que malinterpreta todo y le cuenta a todo el mundo una historia que no es, que nunca podría ser, y que genera, por un lado, adhesión, por otro, aversión, por otro, nuevas malas interpretaciones, por otro, un impulso violento y finalmente un asesinato.


Días con sol, Silvias, Patricias, días de hambre y de mirar fuerte las cosas sin sacarles la ficha, sin entender que a veces no se filtra la gracia, a veces el sistema no funciona, hay que revisar las redes y el data center, parece que se rompió un switch y hay que comprar un aire acondicionado para que acondicione el aire y lo ponga más fresquito, y mientras tanto escuchamos canciones de Elton John, cumbias, miramos otra vez por la ventana y el sol sigue ahí, burlándose de todos, a miles de centímetros de acá, tan sonriente y luminoso como podría estar el dios de estas tierras al ver a sus hijitos mirarlo desconcertados mientras esperan que vuelva la señal y el sistema se reestablezca.

Me voy a hacer un mate y a dibujar incoherencias en un papelito.



Saludos,

Cristian Rovere


(Relato extraído de "Relatos Cortos y Despiadados", Cristian Rovere, 2014, ©)

domingo, 21 de septiembre de 2014

Las preguntas



¿Qué es la vida? Estaba todo oscuro. Bueno, siempre lo estuvo desde que tengo memoria. Hacía días que no hablaba con nadie salvo con migo mismo, pero eso se debe a mi repentina partida del área donde habíamos estado antes, y en el camino no había nadie con quien hablar, aunque tampoco yo quería. Me fui tal vez por cansancio, por mí no entender que hacíamos ahí, por esas preguntas que todo el tiempo me retumbaban en la cabeza, a volúmenes cada vez más fuertes, y con más frecuencia, haciendo que esos signos de interrogación se vuelvan parte de mi vida cotidiana, mi familia, mis amigos, y que todos los otros afectos y contactos que tenía en el mundo físico fuesen cada vez más irreales y borrosos. Toda palabra enunciada por otra persona me confundía mucho, no entendía que querían decir, no sabía si había logrado entender lo que me habían intentado decir, si ellos mismos sabían lo que querían contarme y si simplemente todo era azar y malos entendidos y vida sin sentido, comunicaciones torcidas y equivocadas. No podía aguantarlo más, así que los abandoné. No tenía objeto vivir todo el día irritado, soportando en silencio, atragantando sentimientos y palabras de ira, mordiéndome la lengua hasta sangrar.

¿Por qué estoy aquí? Caminé durante meses sin rumbo, sin agua ni comida, recibiendo sin quererlo ayuda proveniente de fuentes desconocidas. Mis ojos aún permanecen en un estado inútil, como los de todos los demás, y las manos se encargan de las tareas principales de percepción, así que fui tomando lo que me fueron dando sin preguntar demasiado cómo ni porqué (paradójico que las preguntas no me acompañasen tan insistentemente en esas situaciones) y continué viviendo muy a mi pesar. No es que no quisiera vivir más, porque vivir tiene ciertos placeres que por momentos hacen que no importe nada, ciertos manjares que son casi una perdición, un espiral de deleite que nos enrosca y nos devuelve mareados, pero sin embargo a veces siento que no me importaría dejar de vivir, y no hago ningún esfuerzo por mantenerme a flote, soy como esos niños que juegan en la pileta y se hacen los ahogados, y por más que intentan el cuerpo los devuelve a la superficie por el aire de los pulmones. Bueno, no sé si los demás niños lo hacían, yo recuerdo jugar al ahogado en los veranos de mi infancia, en los días de calor y diversión en donde pasábamos todo el día adentro del agua. Recuerdo que el juego del ahogado tomo una dirección completamente distinta una vez que me fui haciendo más grande, y descubrí que podía expulsar lentamente el aire que tenía en los pulmones y así hundirme lentamente, a voluntad, hasta el fondo, y allí me recostaba a dormir, o a sentarme cruzado de piernas, envuelto en silencio, con la luz del sol atravesando las capas de agua, danzando al compás de la consistencia inquieta de las aguas, movidas por la gran cantidad de niños jugando al marco polo, a la mancha, a las carreras, o simplemente haciendo morisquetas incesantes. Y yo allí, acostado, sin tiempo, casi sin conciencia, en el fondo, quedándome sin aire, teniendo de repente en mis manos la decisión de morir, de quedarme allí, de desaparecer. Muchas veces lo intenté, al menos levemente, y me di cuenta de que en el último instante un acto reflejo te impulsaba arriba, a buscar oxígeno. Entre los chicos había un mito que decía que uno no se puede ahogar voluntariamente, que siempre salías solo antes de ahogarte. Obviamente nadie se empeñó en probar que estaba equivocado, así que el mito se mantuvo en la condición de “posible”.

¿A dónde voy? Los días transcurrieron y mi piel probó lluvia y sal. Se agrietó con el sol y se refrescó con la sombra de los árboles bajo los cuales descansaba en mi ciega peregrinación. El negro prevalecía, pero a veces se presentaban algunos colores a pasear fugaces por mi enceguecido campo visual.

Atravesé campos y poblados. Escuché el canto de las aves y el llanto de los niños. Al menos con los infantes y los animales sentía que tenía un tipo de comunicación más directa, sin mediar palabra, sin sentir ese mareo social, esa fobia paranoica de imaginar conspiraciones mientras mantenía una conversación sobre el clima. De alguna manera sentía una calma en los animales que me generaba una envidia rabiosa.

Los caminos y esas cosas que no entendemos me fueron conduciendo por rumbos desconocidos, calles duras, aires perfumados, intensos, paredes de texturas variadas, rugosas, por momentos cubiertas de hojas y otras vegetaciones. Voces extranjeras, luces y ruidos sonaban como desde lejos, desde otro mundo.

¿Por qué estoy vivo? Hace varios días que el camino cambió considerablemente. Escaleras lisas dieron paso a galerías enormes. Dejé de sentir la frescura de los pastos y las dulces sombras de los bosques, cambiándolos por amplios salones llenos de recovecos, subidas y bajadas. Extrañé el ruido de los arroyos y los animales; ahora eran solo mis débiles pasos retumbando en los altos techos y en las pequeñas salas.

Caminé por un pasillo estrecho durante el resto del día. Cuando el cansancio me venció, me eche a dormir en un vértice, entre la pared y el suelo.

¿Qué es el tiempo? Recorrí muchos días por el pasillo. Era largo, liso, recto. No quise pensar en su dirección, en el sentido de caminar por un pasillo, trataba de no dejar que el contexto influyese en mis pensamientos, no quería sentirme tan vulnerable, tan relativo. Pero cuando muchas noches pasaron, siempre durmiendo en el vértice del pasillo, y el tiempo se volvió una elipse confusa, la curiosidad me atrapó y dediqué peligrosos minutos y horas a tratar de entender que era aquel misterioso camino interminable. También me empezó a acompañar un miedo, como un perro que te encontras en la calle y te sigue sin decir nada, a metro y medio de distancia.

¿Qué es la vida? Llegué a un recinto. Estaba solo. Escuché sin embargo algo parecido a unas voces, tal vez ecos lejanos, tal vez recuerdos de cuando todavía usaba la palabra, cuando todavía creía en la comunicación entre dos personas, pero luego de esperar ansiosamente durante horas, quieto, en silencio, comprobé que no había nadie más. Con el paso de los días, aprendí a controlar mi cuerpo, a abandonarme a intensos revuelos interiores, a juegos mentales, a paranoias laberínticas e interminables, pero sin mover un pelo, quieto, expectante, esperando ese nuevo condimento para agregar a mi repertorio de maquinaciones.

Recorrí con mis manos las paredes. Caminé cincuenta pasos y me topé con un vértice. Otros cincuenta pasos, y otro vértice. La superficie de la pared era sorprendentemente lisa, con textura suave, ligeramente fría. Mis manos me decían que era de color negro y que nunca había visto la luz. Cuando iba por el paso veintitrés de la tercer pared, me encontré con un marco, al que recorrí desesperadamente como tratando de engullirme toda su corporalidad.

Una puerta.

¿Quién soy? Pasé una noche intranquila. El sudor me cubría las manos y la frente. Mis ojos, aunque no veían, iba de un lado al otro, marcándose a través de los parpados sellados, casi tratando de salirse de sus órbitas a investigar. Trataban de pensar en una solución, una explicación al enigma, pero no había nada que pensar. Hay algunas cosas que se deben deducir pensando fuera de la caja, pero yo en ese momento no tenía herramientas para hacerlo. La lucidez no me acompañaba, y tenía en cambio a mi lado una desesperación sin rostro. No saber que es esa puerta, que hace allí, que hay detrás, me desesperaba.

Pero más aún me inquieta no poder abrirla. Durante las innumerables horas del día en que encontré la puerta, lo intenté todo. Primero probé lo obvio y me aferré al picaporte con la esperanza de que se abriese sin esfuerzo. Ante la negativa, intenté tirar de ella, luego empujar, luego forcé la manija hacia arriba, otra vez hacia abajo. Nada.

Busqué entre los objetos que tenía en mi cuerpo y mis vestiduras algo que pudiese servir de llave o ganzúa, pero no hallé nada de utilidad. Pensé en mis uñas, tal vez pudiese darles alguna forma como para activar el mecanismo de la cerradura. Después de tantos días de caminar sin rumbo, lenta y desganadamente, dejando que el tiempo bailase sobre mí pero sin mí, las horas perdidas tuvieron su efecto en mi apariencia exterior. El pelo largo y la barba enmarañada, los pies desgastados, las uñas largas. Solo tuve que moldearla con mis dientes hasta que la uña del índice izquierdo tuvo la forma necesaria.

No sé cuántas horas intenté inútilmente activar el cerrojo. Inmóvil, con la oreja pegada a la puerta, esa uña moldeada buscaba con estratégica precisión moverse entre las barreras que liberaban el pestillo, con mi angustia mental de fondo, susurrando, implorando. Mis labios se apretaban y descomprimían con cada intento, cada movimiento, murmurando idiomas inventados, plegarias del pasado, ruegos a dioses enterrados. Ese pequeño espacio en donde mi uña buscaba la libertad, ese oscuro recoveco en un compartimento diseñado para evitar fugas, mi vida discurría en esa disyuntiva, en ese tantear minúsculo y caótico.

Reconocí rápidamente todas las texturas, formas y detalles del mecanismo interno de la cerradura. Los repasaba con mi mente a medida que la uña hacia su reconocimiento una y otra vez. Pero el terror se apoderaba de mí cada vez que descubría un nuevo elemento, porque caía en la cuenta de que esa cerradura era perfecta, era impecable en su malignidad, en su convicción inquebrantable de ser intrincada e invulnerable, a prueba de todo intento de fuga.

¿Qué son las palabras y el pensamiento? Es difícil manejar la frustración en una situación como esta, tan ciego, tan perdido, tan envuelto en sombras y preguntas.

Luego del fracaso de la cerradura, yací varios días entre temblores y suspiros, siempre tendido junto a la puerta, tal vez esperando que alguien la abriera, la tocara, o simplemente se acercase a ella del otro lado y tal vez, por alguna casualidad, pudiera oír a algo o alguien que no fuesen mis propias palabras y cavilaciones enfermas.

Necesitaba entender que había del otro lado, y esa necesidad era mi condena al sufrimiento, porque intuyo que no se puede saber, que es una trampa, un engaño, una prueba ya que considero perdida. Me entrego a querer salir, a decirme que necesito atravesar esa puerta para darle sentido a mi existencia, sabiendo bien en el fondo de que estoy frente a un callejón sin salida, diseñado con tanta ironía que tiene como coronación final una puerta inquebrantable.

Pero yo me decía a mí mismo que no debía rendirme.  Así que intenté vulnerar la superficie de la puerta, en un intento por generar un hueco, tal vez un túnel, por el cual poder pasar.

Traté de escarbar la puerta con mis dedos, primero con minuciosa dedicación, buscando generar una pequeña grieta o marca, de la cual después poder ir mordiendo de a poquito la superficie. Mi mente se enroscaba sobre el punto de la puerta en que mis uñas intentaban hacer la hendidura, mi voluntad herida viajaba nerviosa desde mi pecho hasta mis dedos tratando de dotarlos de una fuerza que ya no tenía. La puerta me estaba desgastando.

Le di golpes con los nudillos, con los codos, buscando aflojar las hebras de la puerta, pero solo lograba apisonarlas más. Incluso traté de desgastarla con los dientes, morderla, comerla, devorar a mi enemigo esencial. Solo una grita, una pequeña marca, algo, aunque sea una rayita milimétrica que me diese esperanza para después poder ir escarbando. Pero fue inútil. Por más que intenté no logré hacerle ni un rasguño.

Luego pase a los golpes, desesperados, histéricos, entre gritos y llantos. Sabía que no iba a tirar la puerta abajo, pero una parte de mi quería, por un lado, golpear la puerta, hacerle daño, tratar de doblegarla, y la otra solo quería autodestruirse. Solo logre lastimarme. La puerta seguía inmutable.

¿Qué hay más allá del mundo? Sea lo que sea que suceda cuando la abra, ya lo descubriré en su momento, es algo que ya no me desvela, no me atraviesa. Pero querer abrirla y no poder hacerlo, quedarme acá en el umbral, atrapado entre el misterio, la curiosidad, y la posibilidad de trascendencia, es enloquecedor. Y aún peor, porque siento que no estoy ni cerca de poder descifrarlo, y me desajusta los nervios.

El intento de atravesar la puerta por la fuerza no hizo más que terminar de destruirme. Mi cuerpo esta magullado y dolorido. Mis manos son la expresión misma del ardor, hinchadas hasta perder la forma. Los brazos me pesan, siento sangre en la boca y en la punta de los dedos.

Me entrego a otra noche derrotado.

¿Qué habrá cuando no este mas aquí? Pasaron los días y sigo sin poder abrir la puerta. La desesperación me absorbió al principio, y ahora una angustia se apoderó de mí. Cuando se me agotaron los métodos racionales, recurrí a otros más inverosímiles, casi grotescos.

Porque tenía que intentar todo. No podía dejar nada librado a la duda. Traté de invocar dioses, hablar en idiomas mágicos, traté de emanar algún tipo de energía de mi cuerpo que hiciese que la puerta se moviera. Finalmente me eché al piso con un último aliento, y creyéndome absolutamente flaco, intenté escabullirme por la ranura ínfima del borde inferior de la puerta, que no tiene más de medio milímetro. Trataba de disolverme, de hacerme fino como un papel, golpeaba mi cabeza contra la base, luego intentaba pasar mis doloridos dedos, golpeándolos una y otra vez contra la ranura. Finalmente solté un llanto, que rodó por mis mejillas, cayó hasta el suelo y se deslizó suavemente entre la puerta, cruzándola por debajo, como una ironía final de esta ridícula estancia.

De repente caigo en la cuenta de que estoy extremadamente débil y de que hace días, semanas que no pruebo bocado. Siento que solo tengo energía para salir de acá, volver a recorrer el largo pasillo en sentido inverso y regresar al mundo que alguna vez conocí. Mi locura producida por tanto encierro y obsesión me había nublado la mente, haciéndome creer que la única salida era cruzando puerta. Me insulto a mí mismo por no haber pensado esto antes.

Entonces recorro con un miedo actuándome como vacío en la boca del estómago todas las paredes del recinto buscando la salida de aquel oscuro lugar. Termino la primera pared sin encontrar más que una superficie lisa.

La segunda es igual, absurdamente sin relieves ni imperfecciones. Respiro agitadamente. Trago saliva, tensionado. En la tercera me topo con la maldita puerta. La rodeo con mis dedos, evitándola, casi con asco, con odio. Me hace doler la cabeza solo estar cerca de ella.

Al llegar al vértice que marca el final de la tercera pared y el inicio de la cuarta, me detengo con una idea aterradora y mortal que me hace transpirar. El sudor tiene el frío del espanto. Inicio la cuarta pared, rogando a lo que sea que significa dios que aparezca la apertura que indica el comienzo del pasillo.

¿Qué me mantiene vivo? Estoy atrapado. La entrada desapareció. Ahora que lo pienso, es casi lógico, casi obvio que esto iba a pasar. Caí en una trampa ridícula por pura estupidez, por tener el atrevimiento y la osadía de sentirme mejor que el resto y buscar una salida propia y original a la existencia de los ciegos. Alguien en algún lado debe estar riéndose de mí.

Siento que el recinto cuadrado se separa del suelo, del mundo racional, y cae en espiral como un pequeño dado negro arrojado a un pozo sin fondo. A pesar de estar recostado en el suelo, siento un vértigo fuerte. La puerta imposible sigue ante mí, desafiante, irónica. Es un enigma cruento, malicioso. “Demasiado lejos para volver”, recuerdo una frase escuchada hace años.

No tengo más opción que buscar la forma de abrir la puerta.

¿Qué es la vida? Sé que estoy cerca. Sé que pasar la puerta sería el primero de muchos pasos buenos en mi vida, pasos bien dados, pasos en la dirección correcta. Tal vez hasta pueda abrir los ojos. Es como un consuelo de moribundo, imaginarme libre de ataduras y vendas, atravesar la puerta y abrir los ojos, beber los colores, las formas, sentirse parte del mundo de los objetos. Pero no sucederá. No tiene sentido engañarme.

Me cuesta respirar. Tal vez deje de hacerlo. Definitivamente voy a dejar de hablar. Hasta el momento no encontré forma de abrir la puerta. Tampoco hay forma de volver. El pasillo por el que entré ya no está. Solo somos la puerta y yo.

Quisiera abrirla pronto. Deseo con toda mi alma abrir esta puerta. Este mundo de ciegos era una tortura. Un mundo sin respuesta, sin sentido. Pero intentar salir, a tientas, sumido en un espiral de oscuridad y paranoia es insano. Me desintegro, me desgarro. Tal vez así logre pasar. O tal vez sea que no hay puerta, tal vez me haya equivocado al leer el contorno con mis dedos. Tal vez sea un rompecabezas, un acertijo, ¡una pista!

Tendría que volver a recorrer aquel elemento, a descubrir la  verdad, pero estoy muy débil, hace días, tal vez meses que no me muevo, estoy tumbado boca abajo, pensando, respirando trabajosamente, quejumbroso. No creo que pueda moverme. No creo que pueda volver a hacer nada de nada. Voy a morir acá, de insomnio o de hambre. Aunque estando tan inmóvil, mi cuerpo no consume energía. Es posible que muera antes de locura, que mi cerebro se sobrecargue y se prenda fuego, se derrita. Es probable que en su locura le diga al corazón que deje de bombear, que deje de intentar. Puedo finalmente sacarme la duda y tratar de dejar de respirar, como aquel niño bajo el agua. En el último instante, le diré a mi cuerpo que venza el acto reflejo, que resista un poco más. Yo no puedo moverme más y voy a tenderme aquí hasta el final.

Estoy cerca pero aún no sé nada. Este testimonio es para los que, en el futuro, estén en la misma búsqueda que yo. Para que lo usen de mapa, de ayuda, de experiencia. Úsenlo como puedan, traten de salir.



(Cuento extraído de "Jailbreak Stories", Cristian Rovere, 2014, ©)

jueves, 18 de septiembre de 2014

Liquido vivo

Sangre. Natalia siempre tuvo curiosidad por la sangre. Amaba lastimarse y ver como salía una sustancia roja de su piel, como se endurecía y se volvía casi negro. Le generaba un deleite microscópico rascarse suavemente las cascaritas con la punta de la uña y soportar ese leve dolor que causaba arrancarse la sangre seca y cicatrizante, y más aún le gustaba volver a liberar el manantial colorado que asomaba tras la herida reabierta.

Amaba también llevarse la herida a la boca y sorber la sangre. Le gustaba su sabor, tan distinto a todo, le gustaba la idea de que si se la tragaba la sangre no se perdía sino que regresaba a su cuerpo, a su paseo secreto por las estancias subterráneas de su sistema circulatorio.

A veces se sentía rara por estar inundada de sangre, se sentía un globo a punto de estallar, un globo vulnerable, contenido solo por su fina piel, como un traje de sedas suaves, casi transparentes, que nos envolvían las entrañas y los huesos junto con el caldo rojizo. Una unidad. Un cuerpo.

El mundo era azaroso y estaba lleno de peligros, de pinches y vértices amenazantes, capaces de herirla, de vaciarla, de hacerle perder la forma.

Sentada en su sillón individual, situado directamente en frente de la ventana principal de su departamento donde el sol daba de lleno durante toda la tarde, Natalia cerró los ojos y se dedicó a sentir como la sangre recorría su cuerpo, como era impulsada por el corazón desde su centro hasta los rincones más remotos de su ser. Ese líquido, esa sustancia, era un elixir sagrado. Era pulsión fundamental. Era vida.

Se perdió durante minutos interminables en esa sensibilidad exacerbada. Se sentía vibrar, notaba como la sangre la oxigenaba, le fluía por el cerebro, se le agolpaba en las yemas de los dedos.

Abrió los ojos resuelta a no volver a salir. No podía arriesgarse perder sangre, a lastimarse. Sin moverse del sillón, metió la mano en su pantalón y tiro la llave por la ventana. Una presión enorme salió volando por ese agujero, un temor que, sin saberlo ella, era insoportable.

Esa noche durmió tranquila.


***


Pasaron varios días así. Natalia se sentía a gusto en su departamento, sin la necesidad de salir, solo ella y su sangre recorriéndola. Se tiraba tardes enteras a sentir el flujo vital yendo de un lado a otro. A veces se pinchaba los dedos y sorbía la pequeña gota que se formaba en la superficie. Se hizo adicta a su sabor.

Pero una mañana, al despertarse, sintió algo húmedo y reseco en su rostro. Una costra bordó se había formado en su mejilla derecha. Con desesperación palpó con sus manos y notó que la almohada estaba empapada en rojo.

Buscó alguna herida pero su piel estaba intacta. Sin saber porque, miró hacia arriba y vio en el techo un circulo grande de color oscuro del que caía una gotera carmesí. Como en cámara lenta, una gota se desprendió y viajó envuelta en silencio hacia abajo hasta estallar en su nariz. El impacto la sobresalto hasta niveles imposibles.

Se levantó de la cama y se dirigió temblando al baño. La pared estaba llena de puntos rojos resplandecientes, como sanguijuelas viscosas y gordas emergiendo, crepitando, moviéndose asquerosamente, amenazando con desbordarlo todo.

Se miró al espejo y una gota resbaló desde el borde superior y partió al espejo como un rayo. Al abrir la canilla, un torrente rojo emergió furioso desde las profundidades de su departamento, chocando con la pileta y salpicando su pijama.

Luego, al ir hacia el living, casi se patina con un charco que se había formado con sangre que manaba del piso. Lentas y persistentes gotas espesas brotaban entre las maderas del suelo abriéndose paso entre sus cosas. Comenzó a asustarse.

Un ruido súbito la hizo volverse hacia comedor, donde una olla caía estrepitosamente al suelo. Un torrente bermellón salía enajenado por las hornallas de su cocina como un geiser endemoniado. La tapa del horno se abrió desencadenando una cascada de líquido oscuro que se deslizaba hacia ella.

Salió de ahí corriendo, agarrándose de las paredes para no resbalarse, manchándose con la sangre que transpiraba su departamento. Volvió a la habitación y ahogó un grito: el techo estaba negro completamente, y varias varas del líquido rojo iban de arriba hacia abajo, cubriéndolo todo, inundando el piso, tiñendo sus cosas de rojo, envolviéndolas en ese velo texturado.

Era como si un corazón violento estuviese bombeando desde afuera, de algún lado, tal vez con la sangre de otras personas, metiéndola a la fuerza en su encerrada estancia.

Chapoteando desesperada en el mar morado, intentó ir hacia la puerta. La mitad de su cuerpo ya estaba sumergida y para avanzar se ayudaba con los brazos como dos remos. La sangre fluía de todas partes. No había rincón que no vomitase la sustancia roja.

Cuando quiso salir, recordó que ya no tenía llave, y sintió que algo en ella se había perdido, se había roto, había volado con esa llave lejos de ella, para siempre, y entonces se resignó. Cerró los ojos y se entregó a dormirse, a ser engullida, a fundirse con el líquido vivo.


(Cuento extraído de "Cuentos de Terror", Cristian Rovere, 2014, ©)


viernes, 12 de septiembre de 2014

Osmundo

Soy el silencio que habita la sombra debajo del ojo de Osmundo,
el ser Terrible,
le dragon majestueux

Una foto
del bautismo
de Maria
de los Milagros Luquez,
en Maracaibo, Venezuela.

Algunas circunstancias de la fiesta
derivaron en una situación complicada…




(No os recomiendo buscar explicaciones, solo os confundiríais aún más)
Je ne recommande pas chercher des explications, que vous confundiríais encore plus
Jeg vil ikke anbefale at søge forklaringer, du kun ville forvirre dig endnu mere

La forma ultima de arte está en la carne,
el mejor poema es el cuerpo,
la propia sangre, hirviendo,
el artista total entregándose al mundo,
a desaparecer,
a resurgir como medio de su obra.

Ya no hay  música, no hay pintura ni colores,
no hay escultura que lo iguale, solo él
y todo lo que fue;
entregar todo sin pedir nada, sin pensar, dejarse ir.
El arte de vivir es irrepresentable.

Es.


(poema extraído de "Cazuela de Mariscos en Moldavia", Cristian Rovere, 2013, ©)

El principe perdido


La reina estaba furiosa. Todos los caballeros y grandes señores que había enviado para rescatar al pequeño príncipe George Michael Thomas, que se había extraviado en su paseo en unicornio al otro lado del río, hace tres días, no habían regresado.

Tantos títulos y armaduras, totalmente inútiles. Puro adorno sobre hombres erguidos que empuñaban solo palabras vacías.

Indignada por la inoperancia de los mismos, dio media vuelta y a los gritos exigió que otro caballero saliera de inmediato en búsqueda de su pequeño corazón de melón, su delicado hijo de rizos de oro.

Su sorpresa no fue poca cuando el salón le devolvió el eco de su propia voz y el recinto se mostró deshabitado, desprovisto de héroes y valientes señores. Todos se habían perdido en la búsqueda o huido ante lo peligroso de la misma.

No había nadie para ayudarla. La reina se sentó en su trono y suspiro, solitaria e intranquila. Sus ojos recorrieron el recinto buscando alguna idea para recuperar a su hijo.
Estaba pronta a dejarse vencer ante la desesperación, cuando su mirada encontró de pronto a un viejo y quejumbroso perro, sentado junto a un retrato enorme del príncipe.

Era la mascota preferida del infante, un avejentado y temeroso bretón llamado Jeremías Tercero, que se afanaba siempre en decir que era el servidor más leal del gallardo heredero al reino.

Entonces, se le ocurrió un plan. – Acércate aquí, buen animal.- ordenó.

El perro, que ya de por si era asustadizo, se sobresaltó tanto ante el llamado de la reina que casi se hace pis encima.

- He escuchado en repetidas ocasiones que dices ser el amigo más fiel de mi hijo.- dijo en tono solemne. El animal, tan asustado como intrigado, escuchaba con las orejas caídas y los ojos abiertos, sumisos. – He aquí que se presenta una oportunidad para cumplir con tu promesa. Debes salir de inmediato al rescate de mi hijo, ya que eres la última esperanza y no queda otro servidor en el reino capaz de llevarlo a cabo.-

El perro, confundido pero confiado en su respuesta, dijo - perdone usted, señora mía, pero yo soy viejo y cobarde, y por sobre todo no sé nadar. Será imposible que cruce el río en busca de nuestro bien amado George – anunció con fingida consternación, pensando que con ello tenía asegurada la prolongación de su cómoda estancia en el castillo.

Sin embargo la reina, iracunda, gritó - ¡Nadie en mi propia corte puede rechazar una orden real!¡Saldrás esta misma tarde y volverás con mi hijo o perecerás en el intento!

El desgraciado perro, entonces, no tuvo más remedio que emprender la aventura en búsqueda de su amo, con los ojos caídos y el rabo entre las patas. Tenía un andar torcido por su cojera y sus problemas de columna, y aparte sus ojos ya no veían bien y trastabillaba con piedras y raíces.

Recorrió lentamente los caminos, suspirando. Subió y bajo una colina, lo que le generó un entumecimiento en las patas traseras. Consultó con los pájaros y ardillas que se cruzaban en su paso, que le indicaron la dirección.

Su corazón se helo cuando finalmente llegó a sus oídos el sonido del poderoso río, y literalmente derramó una lagrima de miedo cuando arribó a la orilla y vio la magnitud del caudal.

Sabía que no podía volver atrás sin el niño, así que temblando de terror empezó a caminar sobre el agua.

Con pánico descubrió en un momento que ya no hacia pie, y poco a poco empezó a hundirse. Intento patalear, retorcerse, respirar más fuerte, soplar con la nariz, aletear con las orejas, pero era inútil. No sabía nadar.

Su cabeza estaba casi sumergida cuando cerró los ojos y se resignó al fin.

Sin embargo, cuando ya se daba por muerto, cayó en la cuenta de que estaba bajo el agua pero aún seguía con vida.

Superando el miedo y la sorpresa, se animó a abrir los ojos. Ante él, se presentó un milagro. No solo que no se había muerto, sino que se sentía extrañamente a gusto. Todo alrededor era hermoso.

Su cuerpo se sentía rejuvenecido, no notaba dolores y veía perfectamente. El paisaje submarino era de un repertorio de azules y turquesas, movidos por la marea e iluminados por la luz de la superficie. Los peses pasaban a su alrededor y le sonreían. Sus colores eran preciosos. El fondo del mar estaba recubierto de plantas de diversas formas y colores, que bailaban al ritmo de la corriente. Comenzó a moverse con total libertad por el agua, divertido.


Su felicidad era inmensa, y lo fue aún más cuando, en medio de un claro, sobre el fondo marino,  vio a su pequeño príncipe correteando con sus rizos flotando, al unicornio galopando felizmente tras de él y a los grandes señores con sus pesadas armaduras también bajo el agua, jugando con los otros caballeros a las carreras en el fondo del mar, envueltos en risas.


(Cuento extraído de "Cuentos Maravillosamente Graciosos", Cristian Rovere, 2014, ©)

Espejo, gente muerta

un cuadrado amarillo
en una música azul
y las estructuras sin sentido
de un día en chino
sin subtítulos

cámaras de fotos
cámaras filmadoras filman imágenes
de gente muerta
gente bailando
colectivos chocando en espiral
en espiral cayendo
en círculos
la vida

como si supiera, te digo
no me escuches
no escuches nada dicho en palabras
no me hables, solo mírame
solo párate ahí
déjame verte
déjame perderme en perderte
en el laberinto
de mis problemas verbales
de mi moral lastimada
y no tengas miedo
cuando te diga incoherencias
no me mires mal
si te digo que el cielo no nos pertenece
pero igual podemos estropearlo

me molestan las uñas
quiero arrancarme la cabeza
pelo por pelo
mientras el sol nos pinta de naranja mientras se va
mientras el suelo tiembla en silencio mientras gira
mientras el juego termina de instalarse
y yo termino de terminar de perderme
en este infierno de contraseñas
te dejo este beso
este besito
game over
perdí de nuevo

(poema extraído de "Cazuela de Mariscos en Moldavia", Cristian Rovere, 2013, ©)